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Hace no mucho estuve ahí. Unos ratos, hundida; y otros, a la deriva, amarrada a un tronco que me llevaba mar adentro perdiéndome más. Nadie me salvó. Lo hice yo porque yo era la única que podía hacerlo. Cuando estaba en las profundidades, siempre había alguien lanzándome flotadores, gente que me quería arriba, sin entender que para volar necesitaba coger impulso y eso pasaba por llegar hasta el fondo. Hacer pie bajo el mar fue un proceso lento. A veces, incluso, tuve que bucear para sumergirme más, porque había corrientes que querían sacarme a flote como fuese. Yo sabía que eso sólo provocaría otro naufragio y que hundirme, sin ahogarme, no era triste, sino fortalecedor. Y no me equivoqué. Alejé a peces de un manotazo; y a otros los acaricié para después dejarlos marchar. Me curtí con nuevas escamas hasta que mis aletas se hicieron fuertes, tomé impulso y salí disparada como un géiser, atraída por una luz brutal, recuperando con la primera bocanada de aire todos los sentidos. Ahora estoy en las nubes. Son bonitas, suaves y efímeras, huelen a algo indeterminado pero agradable, suenan a Nirvana y tienen mi sabor preferido, entre dulce, ácido y salado. No sé cuánto tiempo estaré aquí, supongo que hasta que llegue la tormenta. Pero es que la vida es así, una montaña rusa maravillosa.